
Tribunas semivacías, decisiones arbitrarias y una política que debilita al fútbol chileno. Inversiones millonarias —estatales y privadas— convertidas en estructuras subutilizadas por medidas que castigan incluso a quienes hacen las cosas bien.
Hace no tanto, el bullicio de las graderías era parte del paisaje de cada fin de semana. Hoy, en demasiados estadios, reina el eco. En distintas regiones del país, recintos que han sido por décadas parte del tejido social —algunos remodelados, otros históricos— están cada vez más vacíos. No por falta de fútbol. No por falta de hinchas. Por decisiones que, lejos de proteger el espectáculo, lo están apagando lentamente.
La excusa es siempre la misma: “seguridad”. Lo que partió como una medida temporal ante hechos de violencia se transformó en una política crónica que castiga a los clubes, asfixia al fútbol nacional y margina a comunidades enteras de su vida deportiva. ¿Cuál es el criterio para autorizar aforos? ¿Qué tan transparente es esa evaluación? Sabemos que existen “expertos”, que hay un cuaderno de cargos, que se deben cumplir ciertos estándares. Pero, ¿está esa información al alcance de todos? ¿Pueden hinchas y clubes conocer qué se exige, qué falta y cómo mejorar? Esa debería ser la base de una mejora continua. No la opacidad. No la discrecionalidad.
Y como si fuera poco, muchas veces ni siquiera se permite usar la capacidad total del recinto. Se mantienen estadios para 15 o 20 mil personas, pero se autorizan ingresos de apenas 4 mil. Por “colchones de seguridad”, criterios burocráticos o, derechamente, por el capricho de la autoridad de turno. En Chile hemos invertido millones —desde lo público y lo privado— en estadios que rara vez se ven llenos. Ni siquiera en los partidos más importantes.
Es cierto: a veces las tribunas lucen vacías porque el equipo no responde. Una mala campaña aleja al hincha, eso siempre ha sido así. Pero ahí debe operar la lógica del deporte: un club tiene el derecho a pelear por recuperar a su gente. Lo que no puede ser es que incluso cuando hay interés, se impida el acceso. Que no importen los esfuerzos del club, la inversión en seguridad, la gestión ni el historial. Se impone un techo invisible que frustra cualquier intento de llenar las tribunas.
Se culpa a la violencia, sí. Y hay responsabilidad del hincha, también. Pero no todos los hinchas son culpables. Y sin distinción, se castiga a la familia. A quienes llevan años pagando entradas, apoyando en la cancha, llevando a sus hijos. Y si logran pasar todas las barreras, se topan con otra: el precio. Entradas carísimas que hacen imposible ir con la familia completa. El fútbol se aleja de su base popular y se convierte en un privilegio para pocos. Es más fácil restringir el acceso que aplicar justicia real. No todos los clubes cumplen con estándares de seguridad, es cierto. Pero sus castigos muchas veces son solo un saludo a la bandera. En cambio, los que sí invierten, sí planifican, sí se esfuerzan… también son castigados.
Nos hemos malacostumbrado a los estadios vacíos. A ver fútbol sin ambiente, con tribunas desiertas o a medio llenar, con el eco reemplazando a los cánticos. Lo que antes era excepción, hoy se volvió norma. Y lo peor: lo empezamos a aceptar como si fuera inevitable. Las consecuencias no son solo deportivas. Son sociales, económicas y simbólicas. Pequeños emprendedores dejan de vender en los alrededores. Niños crecen sin la experiencia de alentar a su equipo. Se erosiona la conexión entre el club y su barrio. Y mientras tanto, estadios que deberían ser puntos de encuentro y orgullo comunitario, permanecen apagados, subutilizados, silenciados.
Urge una política nacional coherente que distinga entre sanción y abandono. Que refuerce el control y el ingreso seguro, sin renunciar al público. Que publique sus reglas, sus exigencias y sus razones. Lo contrario es seguir alimentando un catálogo de elefantes blancos que, más que recintos deportivos, parecen mausoleos de un espectáculo que pierde sentido sin quienes lo sostienen.
Porque el fútbol sin hinchas no es fútbol. Es solo un juego vacío. Y si las tribunas van a seguir siendo fantasmas, mejor que los partidos se jueguen directamente en los campos de entrenamiento.